martes, 6 de enero de 2015

Para qué la filosofía del Derecho

Lon Fuller, un jurista y filósofo del Derecho estadounidense muy influyente en las décadas centrales del siglo XX, escribió en uno de sus libros que la definición de abogado que más le gustaba era la que había oído en una ocasión a la niña de un amigo: “una persona que  ayuda a la gente”. Y una de las que a mí más me gustan de lo que es un filósofo la leí hace poco en un correo electrónico que recibí de un amigo notario: “lo que caracteriza al filósofo es que, cuando le preguntas, te sorprende siempre, precisamente, por no darte la respuesta esperada”. ¿Podríamos hacer una especie de síntesis de ambas y ver en el filósofo del Derecho a alguien capaz de ayudar a otra gente (juristas o no) porque les sorprende, en el sentido de que les abre perspectivas que permiten entender y tratar mejor algún aspecto del mundo jurídico?
     Yo diría que sí, que esa imagen compuesta a partir de juicios externos a la profesión y sin ninguna pretensión teórica puede ofrecernos una manera adecuada de aproximarnos a lo que es la filosofía del Derecho y a la función que ese tipo de estudios puede cumplir, por ejemplo, en el contexto de una Facultad de Derecho.
     Empecemos por el segundo rasgo: la apertura de perspectivas. Al menos en los países del mundo latino –de Europa y de América- el estudio del Derecho se circunscribe, en muy amplia medida, al de la dogmática jurídica y ello ha contribuido, sin duda, a generar una cultura muy formalista, en el sentido de que tiende a aislar el Derecho del resto de los fenómenos y de los saberes sociales. A veces se piensa que eso es una consecuencia de la tecnificación y complejidad de nuestros sistemas jurídicos, y una necesidad si lo que se quiere es formar a profesionales que puedan llegar a ser juristas competentes. Pero esa podría muy bien ser una estrategia equivocada, incluso por razones puramente pragmáticas, utilitaristas. La habitual estrechez de miras que exhiben los juristas profesionales tiene que ver con la sorpresa (en un sentido positivo de la expresión) que le produjo al notario al que antes me refería el darse cuenta de que había otra forma, en la que él no había reparado, de encarar un determinado problema jurídico. ¿Y no parece razonable pensar que el desarrollo de lo que puede llamarse “imaginación jurídica” (un ingrediente esencial para poder resolver problemas complejos) resulta por lo menos fomentado si se tiene una visión suficientemente amplia del Derecho? En este sentido, no puede dejar de reconocerse que han sido precisamente los filósofos del Derecho quienes más han contribuido (al menos en nuestro marco cultural) a introducir nuevos enfoques  que surgen de la apertura del Derecho hacia las ciencias sociales y las humanidades: el análisis del lenguaje, la sociología, el análisis económico, la filosofía moral y política, la lógica y la argumentación, la literatura…Los trabajos que se publican en este número de la revista son, me parece, una prueba fehaciente de esa variedad de perspectivas que contribuye a abrir las mentes y a fomentar la imaginación jurídica, una cualidad esta última que, por cierto, sólo puede resultar fructífera  si va acompañada del rigor intelectual que es otra de las notas definitorias de la filosofía. Una de las funciones básicas que la iusfilosofía tendría que desempeñar en los estudios jurídicos es la de enseñar a los futuros juristas a pensar con claridad acerca de los problemas….y, por tanto, a dudar también de las soluciones que se han dado –que se dan- a los mismos. En eso radica, en mi opinión, el gran valor formativo que tiene leer a los autores clásicos (desde Sócrates, Platón y Aristóteles a, digamos,  von Ihering, Holmes o Dworkin). Al leerlos comprendemos la continuidad de fondo que existe en relación con los grandes problemas del Derecho (¿acaso la equidad de Aristóteles es algo distinto a lo que los lógicos denominan ahora “derrotabilidad” o a las excepciones que, en otras terminologías, deben introducirse cuando las normas jurídicas sufren de suprainclusividad o infrainclusividad en relación con las razones que subyacen a las mismas?), comprendemos también cómo el pensamiento jurídico tiende siempre a oscilar en torno a diversos polos (por ejemplo, entre el formalismo y el sustancialismo) y, en fin, nos damos cuenta de que esas grandes cuestiones iusfilosóficas siguen estando en el trasfondo de todos los problemas jurídicos que hoy tenemos planteados y de las cuestiones que los juristas prácticos –cada uno de ellos- tiene que resolver en el ejercicio cotidiano de su profesión. El que esto último sea así se debe a otro de los rasgos característicos de la filosofía del Derecho: el ocuparse de ideas generales (justicia, igualdad, razón, ideología, argumentación, respuesta correcta, interpretación, principios…) que atraviesan todos los campos de la experiencia jurídica.
     De manera que el análisis de una de las notas de la definición, la apertura de perspectivas, nos conduce a la otra, la ayuda que el filósofo del Derecho está en condiciones de ofrecer. Pero eso no quiere decir que con lo anterior se haya dicho ya todo sobre el carácter práctico de la filosofía del Derecho. Hay todavía algunos aspectos de esa practicidad que conviene, yo creo, poner de relieve. Uno de ellos tiene que ver con el irrenunciable carácter crítico de la filosofía, que puede llevar a que la ayuda que ofrezca pueda incluso generar cierta incomodidad a los destinatarios de la misma y consecuencias aun peores a quienes la administran. Estoy pensando en cómo veía Sócrates (en la Apología, en su defensa ante el tribunal que le condenó a muerte) la función del filósofo: semejante a la de un tábano dedicado a aguijonear a sus conciudadanos, obligándolos a poner en cuestión sus creencias, a reflexionar sobre cómo deberían vivir, etc.; Sócrates creía que esa actitud suya era la causa del odio que, a su vez, había llevado a algunos a acusarle ante el tribunal de la Heliea. Además, los recipiendarios de la ayuda que procura la filosofía del Derecho no tienen por qué ser únicamente los juristas profesionales (o quienes se preparan para serlo), pues el Derecho es algo que afecta a todos: ¿puede haber ciudadanos verdaderamente educados sin una comprensión general –filosófica- de lo que significa el Derecho? Y quienes pueden contribuir a ese tipo de educación –a entender mejor el Derecho y a actuar con sentido en sociedades tan juridificadas como las nuestras- no tienen por qué ser necesariamente juristas aunque, de todas formas, parece difícil que alguien (un científico social, un filósofo) que no tenga al menos cierta familiaridad con el Derecho, pueda decirnos algo muy interesante al respecto. Ocurre aquí, creo, algo semejante a lo que pasa con la filosofía de la ciencia: que no cabe pensar que un filósofo pueda hacer alguna aportación importante a ese campo si carece de una sólida formación científica. Por eso, Bobbio tenía, en mi opinión, bastante razón cuando, en un famoso artículo de comienzos de la década de los sesenta, al contraponer la filosofía del Derecho de los filósofos a la de los juristas, mostraba su preferencia por esta última, esto es, por un análisis de los problemas filosóficos que plantea el Derecho efectuada desde abajo, por quienes tienen un conocimiento de lo que significa la práctica –o las prácticas- jurídicas. Y, en fin, el carácter radicalmente práctico de la filosofía del Derecho no es, en mi opinión, más que una consecuencia de que el Derecho es precisamente una práctica social: no un objeto, un fenómeno, respecto del cual pueda tenerse un interés puramente especulativo, como ocurre en relación con los objetos estudiados por las ciencias (al menos, por las ciencias formales y naturales), sino una actividad en la que todos participamos y respecto de la cual no podemos dejar de proyectar nuestros intereses prácticos y nuestros valores. No significa esto, naturalmente, que una investigación iusfilosófica deba apuntar siempre a algún objetivo práctico más o menos inmediato. Los  fines pueden ser muy abstractos, plantearse a muy largo plazo y contar con muchísimas mediaciones, pero yo no concibo una filosofía del Derecho (que merezca la pena) que no aspire de alguna forma a la transformación social, a la construcción de un tipo de organización colectiva en la que los individuos puedan desarrollar una vida buena.
     Todo lo anterior no debe, desde luego, llevarnos a pensar que la filosofía del Derecho es una disciplina  homogénea en el sentido, digamos, en el que lo es una ciencia, incluyendo aquí a la dogmática jurídica (a cada una de las ramas de la dogmática): los cultivadores de cada campo científico parecen plantearse aproximadamente los mismos problemas y ofrecer soluciones que tampoco son demasiado discrepantes entre sí, al menos en los periodos de lo que Kuhn llamaba ciencia normal. En la filosofía, simplemente, las cosas no son así: lo que se les ofrece, por ejemplo, a los lectores de este número de Derecho y Humanidades es un panorama de la filosofía del Derecho contemporánea extraordinariamente heterogéneo, cualquiera que sea la perspectiva que se adopte: temática, metodológica, etc. Y esto, este pluralismo radical, es también una nota definitoria del trabajo iusfilosófico. No estamos aquí pisando un terreno que sea propicio para las coincidencias o los acuerdos, y de ahí que se haya podido afirmar que la (ius)filosofía consiste más en destruir que en construir; en cierto modo, más en un esfuerzo por evitar el error que por alcanzar la verdad. Y digo “en cierto modo” porque con lo anterior no pretendo defender ningún tipo de relativismo: la idea de error presupone, naturalmente, la de verdad, la de corrección; pero parece más fácil lograr certezas en relación con lo primero que con lo segundo.
     Ahora bien, esta pluralidad de perspectivas, consustancial a la filosofía del Derecho, no impide tampoco que se pueda buscar –y encontrar- una cierta unidad en la misma que, naturalmente, tendrá que construirse en un plano muy abstracto. Parece así que una filosofía del Derecho supone un intento por contestar a una serie de preguntas básicas acerca del Derecho que podrían sintetizarse en estas tres: qué es el Derecho, cómo se puede conocer, cómo debería ser. Son extraordinariamente abiertas e indeterminadas, pero nos permiten configurar algo así como tres grandes sectores iusfilosóficos: la teoría u ontología del Derecho,  la teoría del conocimiento jurídico y la teoría de la justicia. Hay, como vengo diciendo, muchas maneras de contestar a las mismas, pero todas o la mayoría de ellas suelen agruparse, al menos en el contexto del mundo latino, en torno a tres concepciones: la analítica (por lo general, positivista), la iusnaturalista (que hoy se presenta muchas veces como hermenéutica) y la crítica (en donde cabe situar a los herederos del marxismo). No son, o no en todas sus dimensiones, concepciones incompatibles entre sí, de manera que hay también lugar para iusfilosofías que combinen, en grados diversos, ingredientes provenientes de cada una de esas tres tradiciones.
     No es, desde luego, esta la ocasión para exponer mi concepción de la filosofía del Derecho, pero sí me gustaría hacer, para terminar, algunas breves consideraciones a las que, espero, el lector pueda encontrar sentido a pesar de su carácter extremadamente sumario. En mi opinión, una filosofía del Derecho inscrita en el constitucionalismo contemporáneo y adecuada para el mundo latino tendría que tener, desde luego, una firme base analítica, puesto que el examen cuidadoso del lenguaje jurídico es un requisito indispensable para poder pensar con claridad; pero no tendría que ser positivista, pues ello supone reducir el Derecho a un fenómeno autoritativo y no considerar que, además de eso, es también una práctica dirigida a la realización de fines y valores. Tendría que sustentar un objetivismo moral mínimo, lo que la aproximaría a ciertas tradiciones iusnaturalistas, pero no a las (católicas) defensoras del absolutismo moral basado en dogmas religiosos; y, en todo caso, no la convertiría en un iusmoralismo: el Derecho no es lo mismo que la moral, aunque no puedan tampoco separarse del todo, puesto que son conceptos o realidades conjugadas. Y que reivindicar el compromiso social de la tradición marxista, sin caer por ello en el escepticismo jurídico de muchos juristas “críticos” contemporáneos que reducen el Derecho a un fenómeno de poder. Sobre esas bases muy generales, la aproximación argumentativa del Derecho (de lo que puede encontrarse algún ejemplo en este número de Derecho y Humanidades) parece estar en mejores condiciones que otros enfoques para que puedan desarrollarse al máximo lo que antes hemos considerado como  dos importantes virtudes iusfilosóficas: la apertura de perspectivas y el carácter práctico. La primera, porque el planteamiento argumentativo permite volver operativas muchas construcciones doctrinales elaboradas en el marco de la teoría del Derecho (teoría de las fuentes, de la validez jurídica, de la prueba, de la interpretación) y conecta al Derecho con la filosofía general (teoría general de la argumentación, filosofía moral y política) y con los saberes sociales (psicología cognitiva, teoría de la decisión, sociología jurídica…). Y la segunda, porque la argumentación es algo así como   el lugar “natural” de encuentro entre los teóricos y los prácticos del Derecho y un lugar desde el que la cultura jurídica podría tener cierto efecto de irradiación –pedagógico-  hacia otras instituciones sociales; quiero decir con ello que las diversas prácticas jurídicas ofrecen amplias posibilidades para el ejercicio de la argumentación, y que la capacidad argumentativa de los ciudadanos es una condición necesaria, entre otras cosas, para el progreso de la democracia.

1 comentario:

  1. Muy interesante profesor. Aprovecho la oportunidad para preguntarle por su artículo el argumento de autoridad en el derecho. No lo puedo conseguir en español, sólo portugués. No podría enviarme al menos un borrador al mail: donpedroramos@gmail.com La revista a donde lo publicó no llega a mi país en latinoamérica. Gracias.

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